Una historia en la que convergen la amistad, la soberbia, el vino, la música y un pequeño gran amor.
Hace algunos años, al fin de los 60 o principios de los 70, trabajaba como topadorista en una empresa del Neuquén, abriendo una picada para YPF, en las cercanías del cerro Aucamahuida, que probablemente signifique “al pié de otra montaña”. Si no me equjivoco, el lugar se llama Agnelo. Todo mi mundo era una Caterpillar, una casilla rodante, las estacas de mi camino y un perro, que se llamaba Carlitos, nombre puesto por mi mujer de ése entonces, que había quedado en la ciudad de Plaza Huincul.
Mi única ambición era el trabajo, muy lejano a la música y la literatura. En mi cabeza cabían solo los 500 metros por día de desmonte, sin importar el tiempo que me lleve para ello. Y mi única diversión, era esperar el momento en que pasaba el avión de YPF, que me lanzaba los víveres en un paracaídas, y yo tenía que ir a buscarlos. A veces caían cerca, y otras había que caminar algunos kilómetros para encontrarme con ellos.
Allí me enteré de la leyenda de los antiguos, contada por un cura revolucionario que conocí en Plottier, un pueblo del conurbano neuquino: Dicen que desde el imperio incaico había túneles por la cordillera que comunicaba el imperio desde el extremo sur hasta el norte. Por ello es que hay tantas similitudes en las culturas de estos pueblos con lo que nosotros conocemos de los incas. Antiguos son los protohistóricos pobladores de estas tierras; en realidad hace alusión a los muertos, por ello el “antigal”, que es el ámbito en donde descansan en su vida eterna.
Tal era el contexto en donde viví varios meses. Estaba al pié del cerro Aucamahuida, paisaje de mis amaneceres. La comida era abundante, la paga buena, y el vino pródigo (tres damajuanas de10 por semana). Recuerdo que mi diversión era mirar los ojos brillantes de los zorros alrededor del campamento a la espera de la carne que les tiraba todas las noches, incluso algunos se hicieron amigos de mi perro y con sus precauciones, se acercaban cada día más. Un día estaba almorzando y se acercó un paisano, al cabo de los saludos, lo invité a comer, comida que fué de unas horas entre el asado, el vino, y las historias que ambos compartimos. Cuando se despidió me dijo que el próximo domingo había fiesta en el puesto, me invitó a ir, cosa que acepté, me preguntó si quería que me mandara un caballo y yo le contesté que no. Llevaría la máquina hasta el pié del cerro y desde allí caminaría. Me advirtió que era lejos cuando señaló el claro adonde estaba su casa, pero yo le dije que no, me las iba a arreglar solo. ¡Craso error!
El domingo llegué al pié del cerro a eso de las 5 de la mañana, y comenzó una epopeya que consistía en subir y bajar cerros que no se terminaban nunca. En un sufrimiento interminable comprendí que el cerro en realidad es un conglomerado de pequeños cerros que poco a poco van formando el macizo que se ve desde lejos. Lo concreto es que llegué a destino a las 7 de la tarde, y lo único que pedí fue una cama, que entre las risas de las mujeres me armaron bajo un árbol al lado de un estanque. Había muchísimas mujeres porque los hombres estaban todos señalando animales, que de ello se trataba la fiesta, una señalada.
Desperté en la noche, sin comprender dónde estaba, en un horizonte de risas, música y gritos de algarabía. Y la vi. Porque me ofreció una jarra con chicha de manzana del alto valle, helada, que bebí como si hubiera estado en el desierto. Ella se llamaba Quillén Quimey, que en mapuche significa “luna hermosa”, y de verdad les digo, en mucho tiempo no había visto una mujer tan hermosa. Alta, de cabellos negros y largos, morena de ojos verdes, y un cuerpo perfecto. Hablaba un castellano mezclado con el mapuche o el araucano, era un tanto difícil de entenderla. Pero desde mi admiración hice lo imposible y traté de averiguar si tenía dueño, cosa que entre sonrisas me contestaron que no. No era cuestión de mandarse una macana entre gente amable pero desconocida.
Me quedé seis días, y allí bebí del mejor de los placeres, entre esta gente y Quillén Quimey (hay que decirlo así, porque en la semántica de ellos, no se comprende el nombre separado del apellido), o sea “mi luna hermosa”.
Bajo protesta volví al trabajo, con la promesa de regresar algún día.
Yo pienso que no me fui, o que estoy volviendo ahora, en el mágico mundo de mis recuerdos, con un poema dedicado a Quillén Quimey, el misterioso amor que dejé en la montaña.
Quiero aclarar ahora que éste poema fue escrito en otro tiempo y otro lugar. Probablemente que hoy no dijera lo mismo, porque está lleno de conceptos posesivos que ya no comparto. Pero quise dejarlo así, con leves correcciones de sintaxis o forma que me parece que son inevitables. (Eduardo Dante Dall´Ara)
Quillén Quimey
En un ancho y oscuro cielo
Allí estabas
Y te vi
Como un espejismo reflejada en el estanque
Mi luna
Mi hermosa luna
El agua de la vertiente
Era un murmullo lejano
Y la manzana pastosa de la chicha
Fue tan dulce
Como el sabroso signo de tu nombre
Quillén Quimey
Quimey Quillén
Que le hiciste a mi vida
Cuántos infortunios y pesares se lavaron en tu abrazo
De toda culpa y misterio
Mi Quillén
Mi Quimey
En qué rincón de tu cuerpo se quedó mi angustia
En qué trazo de tu sonrisa anduvo mi desesperanza
Y en qué línea de tus labios se quedó mi cansancio
Ay, mi Quimey
Dónde estarás ahora
Ay, mi Quillén
Qué será de tu estrella
Dónde estará tu lenguaje
Dónde estará tu acento
No quiero decir ahora
Lo que dijiste esa noche
pero quiero que comprendas que tú estarás por siempre
En mi cansado corazón
Por supuesto que hoy no están en mi vida ni Quillén Quimey ni Susana, quien fuera mi mujer en ése tiempo.
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