sábado, 24 de enero de 2009

El nudo gordiano de los afectos





Hubo una vez un hombre que empezó con poco; o sea, en la más absoluta de las soledades, y anduvo vagando por la vida detrás de alguna estrella que pudiera saciarle la sed. Así fué que se topó con ella. Y se enamoró de ella. Y miró a las cosas a través de sus ojos. Y sintió las cosas a través de su piel. Y degustó la vida a través de su boca.
Pero el tiempo, mágico tiempo, tiempo indescifrable, se convirtió en el sicario de su amor, sutilmente borrado por la realidad.
Una vez más el hombre solo y de vuelta a perseguir su vieja estrella. Cuando de pronto, otro encandilamiento. Ésta vez de unos ojos negros y de una piel de satén. La misma historia: se enamoró, miró, sintió y degustó de las mismas cosas a través de otra boca. Y casi sin notarlo se le escurrió de las manos.
Tiempo. Huraño tiempo. Tiempo insensible.
Pero como el tiempò así como destruye todo también lo cura todo. Otra vez. A empezar de nuevo.
La emoción del encuentro y otro descubrimiento. Lo peor fué que a él le pareció la única, la última, la definitiva. Volvió a enamorarse, a sentir y a degustar.

Ésta vez no fué el tiempo, sino el hastío. Y cansado de buscarle la solución al nudo, optó por darle una solución alejandrina. De un solo golpe cortó las ataduras. Desde ése entonces le encontró cierto placer a la soledad. A veces, es mejor cortar, que desatar el nudo.

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