Aún tengo en mi memoria el grito de mi padre cuando me vió asomarse en su rancho y dijo:
Papá! no nos han vencido todavía!
El viejo tenía su cultura, que no era solo de alcohol. En ése grito estaba el desgarro de toda una vida, su historia, su desesperanza, su libertad, su fuerza de voluntad, su fatalismo. Es más, mi viejo me enseñó a pensar siempre en mañana. A tener siempre vivo un proyecto. Asimismo, en la última etapa de su vida, vencido y enfermo, me dijo que había que irse, viajar. Y a los pocos días decidió sencillamente hacer el viaje y morirse. Porque a mí nadie me convencerá que no lo decidió él, se dejó morir; su tiempo había terminado.
Pero a otra cosa, a la que nos atañe ahora.
La puquimayo, cuyo verdadero nombre nunca lo supe, era una mujer de ojos chiquitos y saltones que a mí me pareció que siempre se reían.Era muy difícil encontrarla sobria. Es más, los servicios de su compañía dependían solamente de la cantidad de vino que uno tenía para darle.
No exagero al decir que si uno caminaba con ella portando una damajuana de 5 lts y en el camino se cruzaba con alguno que tenía 10, hasta allí llegó mi amor, ya hasta el otro día, en donde los estertores de la resaca y el abrir de ojos tal vez era en nuestra compañia. Independientemente de éso, como todo martirio, no estaba exento de dulzura. Era una mina tan dulce de no creerlo. Y yo aprendí a quererla, casi como a una madre.
En esa época, disfruté del placer de los antecedentes. Resulta que mi padre había vivido un tiempo (antes de la Puquimayo) con un correntino, en un rancho de la calle ciega, una porción de tierra que los lugareños habían usurpado para ahorrar dos kmts en el camino al boliche. En ése tiempo, al final del día, lo único que había era el vino. Y en una de esas machas, mi viejo se durmió en su rancho y el correntino se fué a un bautismo, en donde el otro bautizado fué él, con quince puñaladas que lo dejaron vivo hasta que cayó en la puerta de su rancho (que compartía con mi viejo) El asunto es que don Félix Eduardo Dall´Ara despertó de su mama por los golpes de la policía (a la puerta y su humanidad), y como cualquier hijo´e vecino se comió 6 meses en cana por un crimen que no había cometido. Y digan que la sacó barata, porque el autor del crimen fué detenido por otro y cantó hasta la cumparsita. Entonces yo me convertí en el hijo del tucumano. Alguien a quien temer y ustedes no saben con qué placer.
Aquí, en este contexto, y con estos compañeros, viví con creces una sensasión de esclavitud como tantas veces.
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